Autora: Dra. Nguyen Esmeralda López Lozano.
«Debe estar en algún lugar allá arriba, en el horizonte», pensamos.
-William Bryant Logan.
Y todo el tiempo está en el suelo, justo debajo de nuestros pies.
Con el desarrollo tecnológico, crecimos con nuestra visión puesta en las estrellas. Sin embargo, es momento de voltear hacia abajo y reconectarnos con la Tierra a través del suelo. El suelo no es solo la superficie sobre la que nos mantenemos por gravedad adheridos a este planeta. En el suelo, un universo microscópico se mueve, influye en la regulación del clima y es el sustento para que existan todos los tipos de vida, incluida la humanidad.
El suelo es la intersección casi poética entre lo mineral, el aire, el agua y la vida: guarda una historia de millones de años sobre cómo las rocas se disolvieron hasta formar las pequeñas partículas minerales que lo constituyen. En los recovecos del suelo penetran y se almacenan el agua y el aire, permitiendo la vida. Si tomamos una cucharadita de suelo podemos encontrar aproximadamente diez mil especies diferentes de microorganismos, es decir, diez mil maneras diferentes de vivir. Dado que los microorganismos están formados de una sola célula, en esa pequeña porción de suelo hay un número de individuos equivalente al de la población humana total del planeta (ocho mil millones). A estos datos extraordinarios, se suman las implicaciones de esta fracción viva.
Los microorganismos del suelo pasan sus horas descomponiendo los restos de los muertos, ingiriendo las excreciones de otros seres vivos, disolviendo partículas minerales o incluso sintéticas, y en algunos casos, atrapando moléculas del aire, todo para obtener los nutrientes que necesitan para vivir. Durante estos procesos dejan disponible, para quien lo necesite, todo lo que no utilizan. Poco a poco van formando una gran reserva de nutrientes en el suelo, conocida como “materia orgánica”, que contiene los bloques elementales para cualquier forma de vida. Sin los microorganismos del suelo, otras formas de vida no podrían desarrollarse; esto ocurre en sitios gravemente degradados por las actividades humanas. Cada que se habla de la sostenibilidad ambiental, es decir, aprender a satisfacer las necesidades de las generaciones actuales sin comprometer la satisfacción de las necesidades de las generaciones futuras, se piensa principalmente en la conservación de la cobertura vegetal, pero es imposible hablar de este tema sin considerar lo que ocurre en el suelo.
Un ejemplo claro de la relevancia del suelo a nivel planetario es la regulación en la atmósfera de la cantidad de CO2, una molécula que contiene carbono y que es uno de los gases de efecto invernadero más preocupantes de nuestra era. Se calcula que la cantidad de carbono contenida en los suelos es exorbitante, alrededor de 2500 gigatoneladas, más de tres veces la cantidad que hay en la atmósfera y cuatro veces la cantidad almacenada en todas las plantas y animales vivos. Siendo el suelo uno de los principales almacenes de carbono del planeta, se estima que puede absorber, aproximadamente, el 25% del CO2 emitido por actividades humanas.
Además de su papel a nivel planetario, el suelo tiene un efecto directo en nuestra vida diaria. Los frutos de la tierra que servimos a diario en nuestros platos toman de él toda clase de nutrientes e incluso microorganismos que se incorporan a nuestra microbiota. El valor nutricional de nuestros alimentos depende entonces de quienes habitan el suelo, ya que pueden potenciar la disponibilidad de los nutrientes, suprimir microorganismos causantes de enfermedades, así como afectar el sabor, tiempo de almacenamiento y preparación de la comida. Pero no todo es positivo.
La manera en cómo tratamos al suelo regresa a nosotros. Pensemos en los alimentos que consumiremos hoy: lo más probable es que la mayoría provengan de una agricultura intensiva, donde se añadieron fertilizantes inorgánicos, se utilizó un tractor para arar, cientos de metros de plástico cubrieron los surcos, se aplicaron herbicidas y pesticidas para evitar las plagas. Seguramente estas prácticas lograron incrementar de manera inmediata el volumen de las cosechas, pero a un costo ecológico muy alto. La aplicación excesiva de fertilizantes inorgánicos conlleva la acumulación a largo plazo de sales y metales pesados. El uso de tractores compacta gradualmente el suelo, lo que va impidiendo que penetren el agua y el aire además de dificultar el crecimiento de las raíces de las plantas, limitando así a la vida dentro de él. Con la intemperie, los plásticos se fragmentan en finísimas partículas formando “microplásticos”. Esta clase de manejo provoca que muchos tipos de microorganismos mueran; entre ellos, aquellos que justamente reciclan a lo muerto; así que todo el carbono y nitrógeno de sus células se libera a la atmósfera en forma de gases de efecto invernadero. Por si esto fuera poco, cuando el uso ineficiente del agua se hace presente, los nutrientes y los contaminantes, que no fueron absorbidos por los cultivos, son arrastrados por escurrimiento hasta llegar a los cuerpos de agua subterránea o a los ríos, poniendo en riesgo nuestras fuentes de agua potable. Con el tiempo la degradación es inevitable, los suelos se vuelven poco productivos y son abandonados, con repercusiones sociales negativas.
Este escenario está presente en México. Nuestro país está entre los primeros lugares en degradación de suelos a nivel mundial. Pero hay forma de cambiar esta situación. Alrededor del año 2000 surgió el concepto de “salud del suelo”, definido internacionalmente como “la capacidad continua del suelo para funcionar como un ecosistema vivo e imprescindible que sostiene plantas, animales y humanos”. Hoy en día este concepto está fuertemente ligado a la idea de “Una sola salud” (One Health), un claro reflejo de que la humanidad está comprendiendo que la salud humana, la de los animales, plantas y el ambiente en general, están todas conectadas. En México estos conceptos han tenido resonancia gracias a la “agroecología”, una disciplina científica y movimiento social que integra aspectos ecológicos y sociales para lograr sistemas agrícolas sostenibles. Su nacimiento en México, en la década de los 70s del siglo pasado, estuvo fuertemente inspirado por la larga tradición agrícola Mesoamericana, donde las comunidades campesinas e indígenas trataban de comprender la naturaleza y acoplarse a ella para satisfacer sus necesidades. Actualmente nos encontramos en un momento histórico en el que los principios nacidos junto con la agroecología avanzan, empujados por la urgencia y la necesidad, con pasos firmes y acelerados hacia la innovación agroalimentaria.
En la División de Ciencias Ambientales del Instituto Potosino de Investigación Científica y Tecnológica estamos realizando investigaciones acerca de la salud del suelo, y estando en San Luis Potosí, nos enfocamos en las zonas áridas. Los sistemas tradicionales de cultivo en zonas áridas han estado sometidos desde siempre a eventos intensos de variación en el clima, las familias agricultoras han respondido y se han adaptado a esos cambios. Entender cómo han logrado esta adaptación y qué es lo que ha pasado con los microorganismos del suelo en sus tierras, puede ser la clave para adaptar nuestros sistemas agrícolas a gran escala a los cambios climáticos extremos que vendrán. Tanto en México como en el mundo, una gran cantidad de personas, a las que puedes sumarte, imaginamos y tratamos de construir un futuro donde los sistemas agrícolas ya solo empleen prácticas que conserven la salud del suelo, logrando así un balance entre productividad y sostenibilidad. Ahora más que nunca cobra sentido el dicho popular: “para aspirar a un mejor futuro debemos tener los pies bien plantados en el suelo”.
La Dra. Esmeralda López es investigadora por México-CONACYT, trabaja en la División de Ciencias Ambientales del IPICYT, sus investigaciones se centran en estudiar las interacciones microorganismos-planta-suelo en zonas áridas para comprender cómo este sistema se ha adaptado a las condiciones de estas regiones, su fin último es contribuir a frenar la degradación de los suelos en zonas áridas. ¿Te interesa contactarla? Puedes escribirle al email: nguyen.lopez@ipicyt.edu.mx
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